6: Reflejos. De Van Eyck a Magritte

Desde el día 10 de junio hasta el 15 de septiembre el museo Museo Thyssen-Bornemisza nos la sexta entrega de la serie.

La recreación de superficies reflectantes entre los objetos de un cuadro ha sido un motivo constante en la pintura que, ya desde el siglo XV, tiene fascinados a un gran número de artistas por las posibilidades pictóricas que ofrece. Este juego entre la imagen real y la reflejada es el tema elegido para una nueva instalación de obras de la Colección Permanente en la que maestros antiguos y modernos vuelven a convivir en una misma sala. En esta nueva entrega de , artistas de distintas épocas demuestran su dominio de la técnica al servirse de metales, cristales y espejos para reflejar detalles que han quedado fuera del cuadro o que permanecen ocultos en la escena representada y aprovechan incluso, en un alarde narcisista, para retratarse a ellos mismos pintando detrás del caballete. Se trata de un juego visual que queda patente en este nuevo montaje y que cuestiona al propio observador de la obra sobre qué es realidad y qué es reflejo dentro de cada lienzo.

 

Más allá del cuadro

Durante siglos, la pintura occidental aspiró a superar su carácter plano, pero fue especialmente desde el Renacimiento cuando el intento de simular la tridimensionalidad física se convirtió en una de las principales aspiraciones de los pintores. Para muchos artistas, el usoReflejos_2 de los reflejos en sus obras fue la herramienta más refinada que utilizaron en esta lucha contra la naturaleza plana del soporte pictórico.
El Díptico de la Anunciación de Jan van Eyck, fechado hacia 1433- 1435, es uno de los mejores y más tempranos ejemplos de la perfección ilusionista a la que llegó el oficio pictórico en Flandes durante el siglo xv. Toda la obra es un maravilloso ejercicio de maestría donde el artista utiliza técnicas de trampantojo para conseguir que las figuras parezcan sobresalir del marco que las acoge. La técnica de la grisalla, que imita la escultura, se pone al servicio de este fin junto al uso de las sombras y, por supuesto, de los reflejos. Van Eyck ha situado al arcángel san Gabriel y la Virgen ante una superficie pulida que actúa como espejo de aquellas partes de sus cuerpos que quedarían fuera de nuestro campo de visión. De esta forma vemos los pliegues traseros de sus túnicas o su cabellera ondulante. El reflejo contribuye a la perfección de la ficción, ofreciéndonos varios aspectos de la escena, de manera que podemos disfrutar de una visión casi completa de las simuladas esculturas, sin necesidad de rodearlas. El artista, en lo que se ha considerado un intento de demostración de la superioridad de la pintura sobre la escultura, muestra al espectador todo aquello que puede desear: verso y reverso, todo lo que esconde el otro lado.

Frente al maestro flamenco del siglo xv y sus contemporáneos, que confiaban plenamente en su capacidad para aprehender la realidad y trasladarla al cuadro con sus pinceles, el belga René Magritte, quinientos años más tarde, cuestiona en sus lienzos la verdad de esa percepción. El pintor surrealista se sirve de la tra-dición pictórica ilusionista, iniciada precisamente por Van Eyck, pero con el objetivo de subvertir la idea de la pintura como un reflejo verdadero del mundo real. Nos encontramos, por tanto, con dos ejemplos paradigmáticos que muestran el principio y el fin de una tradición. Reflejos_3
En La Clef des champs de 1936, Magritte nos sitúa ante una ventana, metáfora por antonomasia del cuadro desde el Renacimiento, a través de la que vemos un plácido paisaje. Algún objeto del exterior acaba de impactar contra su cristal y lo ha roto en varios trozos. Hasta ahí todo ocupa el lugar que le corresponde. Sin embargo, cuando nuestra visión se detiene en los pedazos caídos, observamos que aún reflejan fragmentos del paisaje que seguimos viendo a través del vano. El reflejo es precisamente el elemento que convierte el lienzo en un enigma visual que nos perturba. Como el cristal, la pintura «se ha roto», ha abandonado su papel de reflejo de lo visible y se ha convertido en el instrumento del artista para demostrar la ambivalencia de realidad y ficción. Porque, ¿quién nos garantiza ahora que el paisaje que vemos a través de la ventana es auténtico?

Narciso y su reflejo como origen de la pintura

Fue Leon Battista Alberti, en su tratado De Pictura de 1435, el que narró la historia del bello Narciso, que al inclinarse a beber en una fuente contempló su imagen y se enamoró de ella, y la rela-cionó con la invención del arte pictórico. El gran teórico italiano se preguntaba: «¿Es otra cosa la pintura que abrazar así la superficie de una fuente?». Después de Alberti, otros tratadistas, entre los que destaca Leonardo da Vinci, suscribirían esta concepción de la pintura como espejo de la realidad. En un contexto artístico y teórico que defendía que la pintura era en sí misma un espejo, la aparición de los espejos en los lienzos estuvo ligada frecuentemente a una preocupación meta pictórica. En esta clave puede ser interpretado, por ejemplo, Venus y

Cupido de Peter Paul Rubens de hacia 1606-1611. El tradicional tema de la diosa de la belleza ante el espejo, que el pintor flamenco tomó de una pintura de Tiziano, hoy desaparecida, se relacionó durante el siglo xvi veneciano con el deseo pictórico de consagrarse a la belleza ideal y representarla tal y como lo hace el espejo. Es una declaración de las intenciones artísticas donde en el lugar de Narciso aparece una figura femenina desnuda ante su reflejo.

Al elegir al bello Narciso como el inventor de la pintura, los teóricos renacentistas ocultaron el trágico final del mito y la autodestrucción que esperaba a aquel que quiso apropiarse de su imagen. Precisamente ese desenlace adverso, esa imposibilidad que subyace en el intento de «abrazar» el propio reflejo en la superficie del agua, parece materializarse en los nuevos «Narcisos» que encontramos en la pintura del siglo xx. ¿Qué le ha ocurrido al reflejo del retrato de George Dyer de Francis Bacon de 1968? Como si de un laberinto de espejos deformantes se tratase, el que fuera amante del pintor británico descubre su imagen fragmentada en el reflejo. El espejo se convierte en un instrumento que metamorfosea y transfigura la realidad, que no se limita a mostrar la epidermis del retratado. Con el reflejo, Bacon se sumerge en las profundidades más oscuras del ser y nos revela la fragilidad de la condición humana. La imagen desdoblada se independiza y, como en El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, refleja la auténtica naturaleza del retratado.

 

El reflejo del autorretrato

Si desde el Renacimiento el cuadro era un espejo, ¿no es natural que apareciese aquello que se encontraba justo enfrente de su superficie vacía? En un momento en el que el artista reivindicaba una nueva posición social que reconociera su labor intelectual frente al trabajo del artesano, la propia imagen del pintor se convirtió en objetivo prioritario de sus pinceles. Como hombre de su tiempo, se hacía eco, además, de una nueva visión antropocéntrica del mundo.
Inevitablemente, este nuevo Narciso, consciente de su importancia social y deseoso de mostrarla públicamente, necesitaba el espejo para la auto-observación. Así, este objeto se convirtió en un instrumento imprescindible del taller y muchos artistas neerlandeses, de Van Eyck a Vermeer, dejaron constancia de ello en sus obras. Nicolaes Maes, en El tamborilero desobediente de hacia 1655, presenta su reflejo ante el caballete en un espejo situado en la parte superior izquierda del lienzo. Sabemos gracias a Plinio que la «inserción autorial» del artista en sus obras tenía un pre-cedente en Fidias, que había representado su efigie disfrazada en el escudo de la diosa Minerva. Sin embargo, Maes no sólo no se presenta disfrazado para incluirse en su obra, sino que incluso ostenta ante nosotros los atributos de su profesión.
En la segunda mitad del siglo xx, Lucian Freud convirtió su reflejo en el tema de muchas de sus pinturas. Como Maes, que probablemente representó a su familia en El tamborilero desobe-diente, el pintor británico en Reflejo con dos niños (Autorretrato) de 1965 se acompañó de dos de sus hijos, Rose y Ali.
Sin embargo, frente al papel casi secundario del primero, Freud se apodera de la mayor parte del lienzo y borra los límites del espejo. Al titular su obra «reflejo», el artista reconoce la imposibilidad de representar otra cosa de sí mismo que no sea precisamente eso. Necesita del espejo para poder analizar su imagen, un objeto que por muy perfecto que sea, siempre deforma ligeramente. Al situarlo horizontalmente sobre el suelo, no sólo no busca disimular esos defectos ópticos, sino que los acentúa con la perspectiva y se obliga a forzar el gesto y torcer el cuerpo. La pintura nos incomoda y desorienta, puesto que nuestra percepción pierde sus puntos de referencia. No sabemos desde donde nos observa el pintor, ni por qué su manera de mirar parece atravesarnos. Gracias al reflejo, el espacio del artista entra en los límites del cuadro. La obra parece estar ejecutándose ante nuestros ojos y el acto de pintar se incorpora a la misma pintura. El arte se ve a sí mismo, el autor se encuentra dentro y fuera a la vez, lo que abre las posibilidades de escisión entre ambos lados del cuadro. Como en Las Meninas de Velázquez de 1656, el artista consigue que el espectador se pregunte por el lugar que ocupa en la composición. ¿Dónde se encuentra el artista? ¿Y nosotros, espectadores? ¿Nos encontramos en el lado que ocupó el autor? ¿O por el contrario sustituimos al espejo?

 

El espacio del espectador

Reflejos_4En obras relativamente tempranas, como El evangelista san Lucas del pintor germánico Gabriel Mälesskircher, fechada en 1478, ya descubrimos ese mismo interés por representar lo que podemos denominar «el otro lado del cuadro». La tabla, que formaba parte de un altar dedicado a los cuatro evangelistas, representa a san Lucas en un interior de época en el que reinan los detalles. Junto al toro, símbolo del evangelista, el mobiliario o los libros, aparece un pequeño espejo convexo. Reflejado en este objeto, que había dejado de utilizarse durante la Edad Media y comenzaba a popularizarse de nuevo ahora, podemos observar claramente un interior con tres ventanas, una puerta y algunos muebles. Mälesskircher, que pudo formarse en los Países Bajos y conocer allí la obra de Jan van Eyck y su célebre Matrimonio Arnolfini de 1434, juega de esta forma con la perspectiva y consigue aumentar el espacio del cuadro en todas direcciones con la apertura de la ventana en un sentido y el reflejo del espejo en el contrario.

Esta tendencia se profundizó en el contexto de Europa del Norte durante el siglo xvii. Como ha señalado Rudolf Preimesberger, frente a la visión predominante en Italia del cuadro como una ven-tana donde la pintura es autosuficiente, se situó una concepción que, gracias a la utilización de los reflejos, parecía querer eliminar los límites del marco. En muchas ocasiones fue el género de la naturaleza muerta el que sirvió a los artistas holandeses para demostrar este interés. En Bodegón con fuente china, copa, cuchillo, pan y frutas, atribuida a Jan Jansz. van de Velde III y fechada hacia 1650-1660, observamos en el cristal curvo de la copa los distintos reflejos que provoca la luz de unas ventanas que se encuentran fuera de nuestro campo visual.

Trescientos años más tarde, ya en la segunda mitad del siglo xx, encontramos ese mismo dominio de las leyes de la óptica y de la plasmación de reflejos externos a la compo

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sición en el artista norteamericano Richard Estes. Como los pintores barrocos holandeses, el pintor hiperrealista explota los recursos pictóricos para reproducir con máxima fidelidad las texturas de las superficies reflectantes. En sus lienzos, Nueva York, la ciudad del vidrio y el metal, se convierte en su musa y le permite realizar complejas composiciones en las que se superponen espacios interiores y exteriores y donde podemos observar a la vez un lado de

 

la calle y el reflejo del contrario. El resultado son unas obras en las que se exige un esfuerzo suplementario al ojo que las observa. La intención de confundir se asemeja a la de los artistas adscritos a la tradición del trampantojo, algo que se acentúa por el gran tamaño de sus composiciones. El espectador se siente ante una escena real de la ciudad de los rascacielos, con sus anuncios y sus taxis amarillos. En los paisajes urbanos de Estes todo parece indicar que se trata de una imagen real salvo por un pequeño detalle ¿dónde está el reflejo del artista? ¿dónde estamos nosotros? Una década antes que el pintor hiperrealista, el también norteamericano Joseph Cornell pareció resolver en sus obras esta cuestión, que venía preocupando a artistas desde hacía siglos. En sus construcciones, cercanas a la poética surrealista, introdujo objetos reflectantes y abolió de esta forma la separación entre el espacio del espectador y el de la creación artística. Las copas que encontramos en Burbuja de jabón azul, de 1949-1950, reflejan aquello que tienen enfrente, que no es otra cosa que nosotros mismos.

Exposición del 10 de Junio al 15 de septiembre de 2013 – Entrada Gratuita.

Fuente: Museo Thyssen-Bornemisza

 

 


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